Desde mi mas tierna infancia, mis primers recuerdos están relacionados con mi deseo inquebrantable de ser pintora.
Obsesionada con la proporción, la buscaba en todo lo que me rodeaba sin ni siquiera saber lo que era.
De hecho, cuando cumplí 13 años le pedí de regalo a mi padre un libro de Velázquez, el mas grande y el mas caro que encontré en la librería Villar que es en donde yo me deleitaba viendo libros de pintura.
Hasta tal punto quería ser pintora que llegué a pensar que prefería ser mala pintora que no serlo.
Enseguida comencé mis clases particulares en Madrid y a los 13 años ya manejaba el óleo con soltura.
En Francia me enseñaron a dibujar o por lo menos lo intentaron.
Ya de vuelta en Bilbao, Iñaki García Ergüin me enseñó todos los secretos de la cocina de la pintura de
El Greco que le habían sido trasmitidos a él a través de Solís, excelente pintor muy poco reconocido.
Ya conociendo el arte de pintar tuve la fortuna de que decidieran fundar una escuela de BBAA en Bilbao y Ramil me preparó para el ingreso que consistía en dibujo de estatua al carboncillo, y aprobé.
En aquellas épocas, al carecer de un espacio adecuado y debido a la premura del proyecto, improvisaron un espacio en el primer piso del museo de arqueología que estaba situado en la plaza de Unamuno esquina con María Muñoz, sacaron de la manga un director de prestigio, Milicua, cuya labor era puramente ornamental, trajeron a unos jóvenes recién licenciados en San Jorge, Barcelona y así comenzó una andadura que se ha convertido en una escuela de BBAA que, sin ser Goldsmith ni St. Martins, es una cantera de artistas que salen al mundo y crean arte y discurso.