Descendiente de San Ignacio de Loyola por parte materna, es lógico que en mi familia el culto a la religión católica haya formado parte intrínseca de ella y en mi educación.
He he tenido una tia abuela monja, la tia Leonor, llamada madre Ana Rita, superiora de La Asunción y una hermana de mi madre, la tia Marisa, del Sagrado Corazón, enfermera en el antiguo Congo Belga.
Por parte de mi padre, las vocaciones fluían con la naturalidad de una estricta educación de católicos practicantes, de misa diaria, lecturas de santos y conversaciones de amor a Dios y citas de los evangelios.
Un hermano de mi abuelo, el tio Jenaro Oraa, fue Párroco de Santurce y en su honor se erigió una estatua de la virgen del Carmen en el puerto.
Una hermana de mi abuelo, la tia Maria Luisa, era superiora de Las esclavas del Sagrado Corazón, y dos hermanas de mi padre, monjas, la tia Tere esclava y organista y la tia Pepín, madre Josefa Oraa, vicaria en Bilbao, mercedaria de Bérriz.
Mi primo Jaime Oraa, jesuita, doctor en derecho internacional y rector de la Universidad de Deusto.
Creo que Jaime es el único de mi generación que ha tenido vocación.
Pero no acaba aquí el asunto: entre mis sobrinos, tengo un sacerdote, Ramón Diaz Guardamino, capellán en Clarisas capuchinas.
Y es posible que la saga siga creciendo porque yo veo como mis sobrinos se casan por la iglesia y llevan a sus hijos a colegios católicos, hacen la primera comunión y siguen la tradición.
Así fue mi infancia, pero no me emocionaba en la iglesia, mas bien me aburría, solo me exaltaban las historias de los mártires que daban su vida por defender sus creencias.
También me asustaba hacer un pecado mortal hasta que hice el primero y vi que no pasaba nada.
Así que bastante desilusionada, fui dejando de practicar y busqué la paz en otros campos en donde tampoco la encontré, hasta que débil y desamparada acudí a París para pedir a Prem Rawat que me sacara de la profunda desesperación en que me hallaba sumida y en un instante me llevó de la oscuridad a la luz.