Siempre me ha interesado la arquitectura, sobretodo cuando conocí a Montxo Lecea que había estudiado arquitectura en Barcelona y se había casado con una catalana que había nacido rodeada de arquitectos y estaba tan empapada como su marido sobre este tema del que en Barcelona saben tanto, empezando por Gaudí.
Hablar con estos amigos sobre arquitectura era una delicia. Aprendí los misterios y el significado de la arquitectura.
Luego viajé con Pizca, que había sido su esposa y me enseñó a ver los detalles que hacen de la arquitectura algo que hoy en día está superándose a si misma.
Sin embargo y a pesar de no desdeñar a los buenos arquitectos y sentir casi devoción por algunos (Sir Norman Foster por ejemplo) cuando paseo por los bosques de Bizkaia y veo esos caseríos abandonados, en los que el tiempo ha hecho su trabajo para embellecerlos, siento una ternura especial y se emociona mi corazón de vasca.
Tanto, tanto me tocaron que durante años me dedicaba a ir a los caseríos habitados, compraba puerros y huevos, charlaba con los baseritarras y luego, con o sin permiso sacaba fotos para, en la quietud de mi estudio, pintarlos a mi manera: luces y sombras.
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