A mi me encanta disfrazarme y sobretodo que no se sepa quien soy pero la última vez que me disfracé me salió el tiro por la culata.
Sucedió hace algunos años, cuando vivía Marcela y ella organizó una fiesta de carnaval en el café a gogó.
Recomendó que cuánto menos se nos reconociera, mejor.
Así que yo, ni corta ni perezosa me disfracé de mujer afgana, con un burka negro. Era imposible reconocerme a no ser que hablara, cosa que no hice.
Me senté en una esquina de la barra, pedí mi copa, (la camarera estaba advertida), y me dispuse a disfrutar de la fiesta desde el otro lado de la fiesta, desde el anonimato absoluto.
Cuando la gente entraba, se notaba algo raro en el ambiente; me miraban y se preguntaban siseando: ¿quien es? nadie podía responder.
Un borracho asiduo al bar (hasta aquel día) se acercó a mi con una curiosidad rayando la impertinencia: empezó a hablarme y mirarme descaradamente indagando quien podía ser yo.
Por el tamaño de mis pies dedujo que era una mujer, lo cual le intrigó más todavía.
La gente observaba la escena callada.
El tio se iba acelerando hasta que su curiosidad le pudo y trató de levantarme el velo.
Nunca me había sentido tan herida en mi amor propio.
Salí del bar y me fui a mi casa.
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