Antes de romperme la dichosa pierna seguía a Prem Rawat por todo el mundo siempre que podía y el lugar preferido por mi corazón era India.
Casi cada vez que iba a India, generalmente dos veces al año, me sentía tan feliz, tan relajada, tan serena y tan a gusto, que cambiaba el billete para quedarme mas tiempo.
Dicen que India es la reserva espiritual del planeta y no les falta razón.
Los indios viven en contacto directo con su divinidad. Son personas generosas, sabias por naturaleza, alegres, siempre dispuestas a ayudar, generosos, educados, respetuosos con todo y con todos, amantes del placer de los sentidos.
Dan gran importancia a los colores, los olores, los sabores, el bienestar físico.
Hacen que te sientas bien.
No son serviles sino amables y corteses.
Nunca me ha faltado una silla para sentarme si estaba cansada con un chai para confortarme y alguien que me abanicase para quitarme las moscas.
Daba igual si me encontraba en el Oberoi como si estaba en un puesto callejero: el trato es impecable.
Allí comprendí que toda la estética de occidente viene de India, dejé de respetar a los grandes modistos y decoradores a medida que me iba adentrando en South Delhi que es donde yo me muevo a mi antojo.
He viajado en autobuses públicos llenos de gente hasta el techo y nunca me ha faltado un asiento.
Sin embargo debo reconocer que aunque el metro de Delhi es uno de los mejores del mundo, el comportamiento de los indios es el mismo que el que tienen para subirse en un tren lleno hasta el techo: son tantos que fuerzan un poco las cosas, hasta tal punto que me quedé enganchada en las puertas cuando se estaban cerrando.
Decidí no volver a montarme en el super metro de Delhi a pesar de sus maravillas.
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