Llegué a Castro, estuve con Lee y al salir, me dirigí al acantilado.
La belleza del lugar me sobrecogió, enmudecí, el síndrome de Sthendal se apoderó de mi, cerré los ojos, pero el sonido de las olas del Cantábrico intentando penetrar en las rocas con una potencia salvaje se apoderaba de mi cuerpo y me estremecí hasta tal punto que tuve que sentarme, respirar profundamente, volver al coche, cambiarlo de sitio, tranquilizarme e intentar de nuevo la hazaña de sumirme en la contemplación de la belleza con el alma serena.
La ubicación de la iglesia de Santa María de la Asunción de Castro Urdiales, gótico del siglo XIII, patrimonio de la humanidad nombrada por mi sin temor a equivocarme, es estremecedor.
Solo pensar en la experiencia que tuve al llegar a la Atalaya me causa un efecto físico difícil de describir.
La palabra es importante pero la experiencia individual tiene las de ganar.
No poseo el lenguaje del poeta para describir las sensaciones internas.
Se trata de un cúmulo de vibraciones que se juntan para formar un conjunto que abarca todos los sentidos y la memoria de estos:
el sonido rugiente de las olas rompientes con el olor a salitre y las gaviotas chillando y volando como locas,
el horizonte lejano de la mar serena y allí, erguida e inmutable, la bella iglesia, inconsciente de su belleza y guardián de tantos conocimientos históricos de los que ha sido testigo y nunca los contará, discreta y petrificada.
music: Mattin