La única vez en mi vida que vi una exposición de Yayoi Kusama fue en el MOMA y sin saber que existía, por lo que la impresión que me produjo la tengo grabada en mi cuerpo como algo realmente excepcional.
A medida que me movía entre sus falos y sus almohadones moteados me sentía tan especial, en un estado que rayaba la alucinación.
Jamás había visto ni me había imaginado algo parecido.
Hasta tal punto me conmovió que no pude resistir el síndrome de Sthendal que me produjo y tuve que volver al hotel para recuperarme del shock.
Cuando conseguí calmarme, volví, estudié su historia y su fuerte personalidad y empecé a comprender su trabajo, sus obsesiones, su dramática sensibilidad exacerbada hasta extremos que ella misma prefería pasar sus días en un psiquiátrico que en el estresante NY.
Yo sentí algo parecido, aunque en menor medida como es de suponer, cuando exponía en
la galería U98 de Madrid y alcancé un éxito excesivo que no pude soportar. Gané dinero, conocí los placeres del éxito, me compraba la ropa en París, me hacían entrevistas, me invitaban a fiestas, pero me robaban mi paz interior.
Una mañana muy tempranito decidí volver a mi aldea y llevar una vida tranquila y serena, alejada del bullicio madrileño. llamé a Barajas, reservé el primer avión y me encerré en el pueblito en el que vivo feliz en un pisito sin complicaciones.
Yo, como Yayoi Kusama, tengo tendencia a la locura, no debo arriesgarme.
Algunas personas padecemos de obsesión compulsiva, lo cual nos hace vulnerables.
Yayoi con sus motas, yo con mis rayas y necesitamos sentirnos libres para desarrollar hasta donde se puede experimentar con ese concepto.
Yo encontré el éxtasis en Deauville_Trouville y desde entonces ya solo me dedico a mi autobiografía.
Solo quiero que me dejen en paz.
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