Hace muchos años mi hermano Gabriel me dejó un libro de Vazquez Figueroa que se llamaba Tuareg y me dijo que le parecía que me podría interesar.
En aquel momento yo todavía no había estado en Africa ni conocía la cultura africana, así que empecé a leer simplemente porque con tal de leer soy capaz hasta de leerme los anuncios que cuelgan en los árboles.
Poco a poco fui descubriendo una cultura cuya dignidad me estremeció: el honor, la generosidad, la amabilidad con el huésped, los detalles de exquisita delicadeza, la estética...
Creo que a través de ese libro me empecé a enamorar de Africa.
Poco después fui a NY y aconsejada por una amiga que había vivido y trabajado de restauradora allí, dediqué una parte de mi ajustado tiempo a las salas del arte africano en el metropolitan Museum y descubrí mundos desconocidos para mi, estéticas inimaginables, dimensiones lejanas.
Poco después ya tuve la oportunidad de ir a Africa y comprendí que a pesar de vivir tan cerca, nos alejan culturas milenarias que ellos jamás abandonarán, lo cual no me extraña, porque a pesar de los estragos que hizo el hombre blanco y los que ahora están haciendo los chinos, los africanos se sienten muy orgullosos y tienen motivos para ello. Hace unos años hubo una exposición de arte africano en el Guggenheim Bilbao y allí perdí la cabeza.
Me pasaba los dias paseándome por esas salas tratando de asimilar una estética rabiosamente propia y potente.
Asistí a las conferencias y me quedé hechizada por Romuald Hazoumé.
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