Aunque no tengo sangre francesa, reconozco que mi espíritu se adapta perfectamente a la cultura francesa.
La primera vez que pasé la frontera respiré el aire de la liberté y me atrapó.
Gracias a que mis padres querían que aprendiera francés, tuve la oportunidad de vivir un año en Burdeos, donde aprendí no solo el idioma, sino la literatura, la frivolidad, la manera de vivir el amor sin restricciones de ningún tipo, la importancia de recitar la poesia, el estilo y la seguridad de la mujer francesa, les matinées classiques y muchísimas cosas mas que abrieron mi encorsetado y restringido espíritu deformado por las vendas que me había puesto bien apretadas la religión católica para hacerme pequeñita y deforme como los pies de las mujeres chinas.
En Francia descubrí mis verdaderos sentimientos, el placer de gustar, la carencia absoluta de culpabilidad que tanto me habían inculcado en mis años anteriores.
Aún así, y a pesar de todo lo que aprendí en Francia, cuando volví a casa de mis padres caí otra vez en el pensamiento burgués de una ciudad de provincias y en un pispás me convertí en la señora de Artiach.
Algo en mi sabía que estaba cometiendo un error y sin embargo la fuerza del destino cumplió con su deber.
Ahí empezó mi decadencia.
Yo era una niña mimada con pretensiones de artista y sin vocación de casada ni de madre ni de ama de casa, pero para cuando me di cuenta ya era demasiado tarde.
El matrimonio supuso para mi una pérdida irreparable de mi mismidad que me ha costado muchos años recuperar.
Yo no estaba preparada para aquella aventura y la rechacé desde el principio.
Estar locamente enamorada no es una base suficiente para formar una familia. Me equivoqué.
Mi madre, que sabe mucho y se daba cuenta de todo, me dijo:
"No esperes que te saquemos las castañas del fuego" (sic)
Y no ha hecho otra cosa desde que me separé 10 años mas tarde.
Así somos las madres...
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